Published On: Abril 24th, 2017Categorias: Blog

ciudad-conectada_1155-14

H llegó a la oficina con angustia. La misma que le acompañaba desde hacía más de un año. Seguía sin entender cómo una generación de directivos formada en los máster de las mejores escuelas de negocios, podían seguir produciendo jefes déspotas con sus colaboradores, o sin más, con sus empleados. Qué les habían enseñado en esos cursos, o mejor, qué habían aprendido.

Desde que la crisis hizo su aparición, todo parecía haberse convertido en caos. No es que antes el estilo fuera muy diferente, pero ahora los desaguisados se habían disparado. La dirección no sabía qué hacer, o si lo sabía, no acertaba en cómo llegar. Las decisiones se postergaban y los objetivos, que no se concretaban, al final fueron impuestos sin tener en cuenta si tenían relación o no con su puesto de trabajo.

De alguna posibilidad de desarrollar sus habilidades en el puesto o en la organización, no había ni que hablar; su trabajo comenzaba a asfixiarle. Su jefe se había convertido en ejemplo del líder imitativo y coercitivo: “aquí se hacen las cosas como yo las hago, y porque yo lo digo”, le había espetado. La última vez que intentó tomar una iniciativa se llevó una bronca de aúpa, y fue humillado públicamente ante sus colegas. Lo curioso es que antes, H había entrado en el despacho de su jefe, y le había comentado lo que se proponía hacer, pero seguramente su  jefe ni le escuchó, y asintió fingida y desganadamente. ¡Valiente modelo! Lo triste era que el ambiente de su sección se había deteriorado tanto, que ni siquiera podía aspirar a encontrar algún apoyo entre sus compañeros. Ya no se acordaba de la última vez que hubo una reunión de departamento.

Afortunadamente la jornada laboral acabó, y se dirigió con alivió hacia la salida. Tenía una cita con un amigo. Una reunión terapéutica en torno a algunas cervezas y un pincho de tortilla. Cuando llegó a la cafetería, B ya le estaba esperando.  H se dejó caer en la silla y suspiró entre agotado y aliviado. Sin necesidad de que le preguntaran, comenzó a relatar su situación. Su amigo le escuchó pacientemente, con interés; estaba claro que H no necesitaba ningún incentivo para desahogarse. No obstante, media hora después, cuando se hubo vaciado de amargura, le pregunto a su colega ¿Y tú qué tal?

B le miró detenidamente y, mientras pensaba qué contestar, por su mente pasaron atropelladamente una sucesión de imágenes que ilustraban lo que era su día a día. Un trabajo acorde a sus capacidades, en el que podía tener cierto grado de autonomía e iniciativa, para participar o al menos influir en las decisiones que le afectaban. Un trabajo en el que su jefe tenía la puerta abierta para lo que quisiera comentarle; y cuando esto sucedía, su jefe le escuchaba con atención, sin distraerse con el correo electrónico o jugando con el smartphone. Una vez al año al menos tenía una reunión en la que debatían sus objetivos, sus resultados, pero sin perder de vista cómo se habían conseguido, y así también repasaban sus comportamientos y competencias del puesto. Su jefe le felicitaba por las cosas bien hechas, y le indicaba las oportunidades de mejora. Hasta hablaban de posibilidades de participar en nuevas tareas o aprender nuevas cosas. Debía reconocer que incluso a veces más de las que quisiera. Estaba claro que su jefe no era su amigo ni su madre, pero no había duda de que era un profesional íntegro y respetuoso, con el que sabía a qué atenerse, incluso en estos tiempos turbulentos. Como solía decir “las relaciones a largo plazo descansan en la confianza, y no en la venta de motos”. En un par de ocasiones en los últimos años le había pedido a B que diera opinión sobre él, de forma anónima, en una evaluación 360º, que al parecer le servía para conocer sus puntos fuertes y los no tan fuertes. Según le explicó, también participaban otros compañeros de B, y superiores y colegas de su jefe, con el objetivo de darle feedback, o, mejor, por el feedback, como bromeaba. Se acordó también de las reuniones periódicas del departamento, alrededor de un desayuno, en el que cada uno de los compañeros exponía lo que estaban haciendo, y su jefe les informaba de lo último que se estaba cociendo en la empresa y cuál  era la situación del negocio. Pensó en todo esto en apenas unos segundos, y luego al reparar de nuevo en la mirada apagada de H, inspiró y contestó: “lo de siempre, ya sabes, tirando”. Y bebió un sorbo de cerveza.

Autor: Cristóbal Paus Moscardó

Director Recursos Humanos del Grupo Godó

@cristobalpaus

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H llegó a la oficina con angustia. La misma que le acompañaba desde hacía más de un año. Seguía sin entender cómo una generación de directivos formada en los máster de las mejores escuelas de negocios, podían seguir produciendo jefes déspotas con sus colaboradores, o sin más, con sus empleados. Qué les habían enseñado en esos cursos, o mejor, qué habían aprendido.

Desde que la crisis hizo su aparición, todo parecía haberse convertido en caos. No es que antes el estilo fuera muy diferente, pero ahora los desaguisados se habían disparado. La dirección no sabía qué hacer, o si lo sabía, no acertaba en cómo llegar. Las decisiones se postergaban y los objetivos, que no se concretaban, al final fueron impuestos sin tener en cuenta si tenían relación o no con su puesto de trabajo.

De alguna posibilidad de desarrollar sus habilidades en el puesto o en la organización, no había ni que hablar; su trabajo comenzaba a asfixiarle. Su jefe se había convertido en ejemplo del líder imitativo y coercitivo: “aquí se hacen las cosas como yo las hago, y porque yo lo digo”, le había espetado. La última vez que intentó tomar una iniciativa se llevó una bronca de aúpa, y fue humillado públicamente ante sus colegas. Lo curioso es que antes, H había entrado en el despacho de su jefe, y le había comentado lo que se proponía hacer, pero seguramente su  jefe ni le escuchó, y asintió fingida y desganadamente. ¡Valiente modelo! Lo triste era que el ambiente de su sección se había deteriorado tanto, que ni siquiera podía aspirar a encontrar algún apoyo entre sus compañeros. Ya no se acordaba de la última vez que hubo una reunión de departamento.

Afortunadamente la jornada laboral acabó, y se dirigió con alivió hacia la salida. Tenía una cita con un amigo. Una reunión terapéutica en torno a algunas cervezas y un pincho de tortilla. Cuando llegó a la cafetería, B ya le estaba esperando.  H se dejó caer en la silla y suspiró entre agotado y aliviado. Sin necesidad de que le preguntaran, comenzó a relatar su situación. Su amigo le escuchó pacientemente, con interés; estaba claro que H no necesitaba ningún incentivo para desahogarse. No obstante, media hora después, cuando se hubo vaciado de amargura, le pregunto a su colega ¿Y tú qué tal?

B le miró detenidamente y, mientras pensaba qué contestar, por su mente pasaron atropelladamente una sucesión de imágenes que ilustraban lo que era su día a día. Un trabajo acorde a sus capacidades, en el que podía tener cierto grado de autonomía e iniciativa, para participar o al menos influir en las decisiones que le afectaban. Un trabajo en el que su jefe tenía la puerta abierta para lo que quisiera comentarle; y cuando esto sucedía, su jefe le escuchaba con atención, sin distraerse con el correo electrónico o jugando con el smartphone. Una vez al año al menos tenía una reunión en la que debatían sus objetivos, sus resultados, pero sin perder de vista cómo se habían conseguido, y así también repasaban sus comportamientos y competencias del puesto. Su jefe le felicitaba por las cosas bien hechas, y le indicaba las oportunidades de mejora. Hasta hablaban de posibilidades de participar en nuevas tareas o aprender nuevas cosas. Debía reconocer que incluso a veces más de las que quisiera. Estaba claro que su jefe no era su amigo ni su madre, pero no había duda de que era un profesional íntegro y respetuoso, con el que sabía a qué atenerse, incluso en estos tiempos turbulentos. Como solía decir “las relaciones a largo plazo descansan en la confianza, y no en la venta de motos”. En un par de ocasiones en los últimos años le había pedido a B que diera opinión sobre él, de forma anónima, en una evaluación 360º, que al parecer le servía para conocer sus puntos fuertes y los no tan fuertes. Según le explicó, también participaban otros compañeros de B, y superiores y colegas de su jefe, con el objetivo de darle feedback, o, mejor, por el feedback, como bromeaba. Se acordó también de las reuniones periódicas del departamento, alrededor de un desayuno, en el que cada uno de los compañeros exponía lo que estaban haciendo, y su jefe les informaba de lo último que se estaba cociendo en la empresa y cuál  era la situación del negocio. Pensó en todo esto en apenas unos segundos, y luego al reparar de nuevo en la mirada apagada de H, inspiró y contestó: “lo de siempre, ya sabes, tirando”. Y bebió un sorbo de cerveza.

Autor: Cristóbal Paus Moscardó

Director Recursos Humanos del Grupo Godó

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